La salud no reconoce a los pobres

La salud no reconoce a los pobres




El reloj marca las 3:00 a.m. y la señora María despierta a su hija para pedirle que la transporte de su casa a la parada de buses más cercana a la barriada. Ya no soporta más los dolores en los huesos de las piernas. Lleva días sufriendo en silencio y tomando remedios caseros.

A sus 56 años, recuerda con nostalgia aquella época en la que vivía en el interior del país y corría por sus hermosos campos sin limitaciones de ningún tipo. Pero ahora todo le ha cambiado, y no puede más. Necesita llegar a un médico especialista en la Caja de Seguro Social y sabe que si no sale hacia allá en los próximos minutos, no podrá conseguir que la atiendan en algún momento este año.

Su hija accede y la lleva fuera de la barriada, a la calle principal. Para suerte de la señora María, ha conseguido un bus a esas horas. Sin tráfico llega casi de manera expedita, pero se sorprende de que muchos otros le han ganado la partida. Casi arrepentida de no haber dormido para estar allá a las 4:00 a. m., se resigna y se pone en la larga fila que tan solo le permitirá obtener la fecha en la que podrá volver para pedir una cita con un especialista.

La cola llega a la parte exterior del edificio y aunque tendrá que esperar hasta las 7:00 a. m. para que la atiendan, le queda de consuelo que compartirá e intercambiará con sus compañeros una lista de experiencias y dolencias que, sin duda, todos los que allí están poseen.

A la hora designada la fila se empieza a mover y la señora María se dice: “¡Vaya, parece que será rápido!” y, en efecto, así resulta. Al llegar su turno, la señora que atiende le pide sus datos y le da una fecha para que pueda venir nuevamente para que le asignen una fecha para su consulta.

Con asombro y casi incrédula, María ve que le han programado la fecha para dentro de tres meses. “¡Dios mío!”, exclama, “no sé si podré soportar tres meses más con estos dolores para que me den una cita con un médico especialista”. Con la mayor de las dificultades, debido a sus dolencias, y resignada, se retira en un bus que tan solo la llevará hasta la entrada de la barriada y de allí seguirá a pie hasta su casa, pues su hija a esas horas ya se ha ido a trabajar.

Transcurridos tres meses y en compañía de los mismos dolores y que, por cierto, van en aumento, una madrugada hace la misma maniobra para ponerse en otra fila donde le asignarán la cita con el médico especialista. Esta fila le resulta más larga o tal vez ella se la imagina así, dado que sus dolores, que ahora se han convertido en compañeros permanentes, le recuerdan que no debe estar mucho tiempo de pie. María, ya en la fila, comenta con sus compañeros que a nadie le importa ellos. “Aquí nos tienen bajo el sol, sin poder sentarnos, esperando por horas y nadie hace nada, de verdad que los panameños somos pacíficos”, sentencia.

En eso se siente un golpe seco en el piso. Una señora ha caído desmayada. Todos los que pueden y se encuentran en la fila tratan de auxiliarla y gritan por ayuda. Finalmente, han salido de la policlínica dos enfermeros que se la han llevado. Al verla pasar a su lado María piensa: qué suerte tiene esta señora, pues ahora la atenderán de una vez, ya que entrará por urgencias. Lo que María no sabe es que tan solo unos minutos más tarde esa señora será alcanzada por la muerte, puesto que al entrar en urgencia se han demorado en atenderla y su corazón ha dejado de latir. Sí, ella estaba en la fila en busca de una cita con un cardiólogo.

Llega el turno de María, quien le explica su problema a la chica que la atiende. Muy amablemente le asignan a un especialista ortopeda que la recibirá en tres meses. “¿Qué?”, dice la señora María. “No soporto más, ayúdeme a que me atiendan antes, por favor”, casi que le exige a la trabajadora del hospital. Pero su respuesta es categórica: “Señora, no puedo hacer nada”.

La señora María y muchos otros salen desconsolados a sus trabajos. Sí, la señora María trabaja limpiándole la casa a un señor y no se puede dar el lujo de faltar, pues le descontarán el día. Por fin, su día y hora han llegado. Ella, que fue educada en otra época con mucho rigor, llega puntual a su cita, solamente para percatarse de que el doctor no ha sido tan puntual como ella. Mientras espera se desata una acalorada discusión entre otros pacientes y la secretaria de turno, ya que se acaban de enterar de que el médico que los atendería no asistirá a laborar hoy y que todas sus citas serán reprogramadas en futuras y lejanas fechas.

A diferencia de ellos y por suerte, María es recibida por el doctor al que la refirieron. Casi apurado y sin escuchar mucha cosa, el facultativo le ha recetado unas pastillas que deberá tomar tres veces al día, las cuales le podrán entregar en la farmacia del hospital.

Armada con su receta, María acude a la farmacia ansiosa por recibir las pastillas milagrosas y poder darle un corte a sus dolores. Luego de esperar una hora, la llaman por el altavoz, y como un resorte corre a buscar su remedio, pero desde la parte interna le dicen que esa pastilla está agotada. María suplica por que le den alguna alternativa, pero la farmaceuta le exclama: “Eso no está en mis manos”. Algunos pacientes que escuchan sus súplicas le comentan a dónde ellos creen que tienen ese medicamento. Claro, es solo una leyenda urbana.

Abandona el sitio con lágrimas. Parece que su eterno compañero no la abandonará tan fácilmente.

Al llegar a su trabajo, su empleador se percata de su depresión y le pregunta qué le sucede y ella le narra todas sus vivencias de los últimos seis meses. Apiadado, toma la receta y decide ayudarla comprándole la medicina en una farmacia privada. Por suerte, esas farmacias sí la tienen. Al llegar a la caja el jefe de María, horrorizado por el precio del medicamento, saca su tarjeta de crédito y exclama: “¡La salud no reconoce a los pobres!”.